sábado, 27 de septiembre de 2014

Seguimos cabalgando




Hace unas semanas un asunto personal me hizo volver a Centauros del desierto y a los incomparables John Ford y John Wayne.  Supongo que todos habréis visto alguna película de Ford y  casi seguro con la colaboración de Wayne, pues formaron un inolvidable tándem en un buen puñado de ellas: La Diligencia, El hombre tranquilo, El hombre que mató a Liberty Balance y Centauros, claro.



Todas las películas de Ford hablan de su personalidad. Nació en 1894, hijo de dos irlandeses que transmitieron a sus hijos la cultura gaélica.  John era el menor de trece hijos (aunque no está muy claro si en realidad eran once), una familia numerosa que pasó por apuros económicos, cosa que llevo al joven Ford a buscarse la vida en diferentes actividades.  Comenzó en Hollywood de la mano de su hermano mayor, Francis Ford, con quien mantuvo una relación teñida en ocasiones de competitividad. Su primera trabajo como extra en solitario fue  en El nacimiento de una nación.  Sus pasos en el cine lo pusieron en la senda de la dirección, donde acabó triunfando.



Sus películas se caracterizan por la dicotomía (también personal) entre las armas y las letras: Ford parecía un tipo duro, pero su extrema sensibilidad aparecía en los pequeños detalles. La escena final de Centauros es un buen ejemplo: Ethan Edwards (John Wayne) se agarra el brazo, haciendo un homenaje a   Harry Carey (mítico actor del cine mudo, que había rodado con Wayne, fallecido en 1949). Ethan se aleja entre titubeante e inseguro mientras suena una canción que dice: “Un hombre busca con alma y corazón, busca por todos los confines sabe que encontrará la paz de su espíritu, pero en dónde, oh Señor, en dónde. Cabalga, cabalga, cabalga.”



Y volvemos al principio.

El ágave es una planta de hojas gruesas terminadas en una afilada aguja, su apariencia es dura y robusta pero su interior dulce y suave (sabéis que el sirope de ágave se utiliza como sustituto de la miel), además es una especie típica del desierto, pues requiere un clima seco con una temperatura media de 22 ºC.  El ágave, como Centauros del desierto, como Jonh Ford ocultan su parte más delicada.


Por eso os propongo hoy esta receta, magdalenas de quinoa y almendra, porque también con frecuencia una receta en apariencia dura es capaz de ofrecernos una infinidad de matices que desde fuera no hubiésemos sido capaces de imaginar. Hay que ir dentro de las cosas y dentro de las personas: sin duda, nos sorprenderemos.























Y seguiremos cabalgando porque como dice Jordi Bernal en la Jot Down del protagonista de la película buscamos “un peregrino eterno que vuelve a cabalgar hacia la puerta cada vez que nosotros, desde esta sala oscura, volvemos a invocarlo”





sábado, 13 de septiembre de 2014

Nadie miraba como nosotros


Nadie ve como nosotros, Patti, repitió. Siempre que decía cosas como aquella, por un mágico instante, era como si fuéramos las dos únicas personas del mundo“.

Otra de las cosas que he hecho este verano ha sido recordar, recordar  mucho. He tenido bastante tiempo libre y lo he disfrutando “dando un paseo por el corazón”. El libro del que hablo hoy forma ya parte de mis recuerdos (y lo llevaré siempre conmigo); tiene mucho que ver con lo que hago, con mi vida  y no es sólo un libro: también es fotografía, arte, poesía, música y el despegue de dos vidas, además de una relación tan tierna como fan extraer todo lo maravilloso de elloos sablloos gibre y miel (receta del gran Dan Lepard en Hecho a mano)s. Otra vez la soledaérrea.


Patti Smith y Robert Mapplerthope son una conocida cantante y un célebre fotógrafo, se conocen “siendo unos niños” en Brentano’s en el Nueva York de los años 60, cuando coincidieron trabajando. Comienzan una relación fuerte e intensa; no tenían apenas dinero y sobrevivían con una bolsa de galletas pasadas y un café. Soñaban con ser artistas y no tener que ver los museos echándolo a suertes (no tenían dinero para dos entradas y sorteaban una), sino poder admirar las obras (que, además, serían suyas) en compañía.

“No teníamos mucho dinero pero éramos felices. Robert trabajaba a tiempo parcial y se encargaba del piso. Yo lavaba la ropa y preparaba la comida, que era muy limitada. Había una panadería italiana que frecuentábamos, cerca de Waverly. Comprábamos una hermosa barra de pan duro o cien gramos de sus galletas pasadas, que vendían a mitad de precio. Robert era goloso, de modo que a menudo ganaban las galletas. A veces, la panadera nos ponía más cantidad y colmaba la bolsita de galletas amarillas y marrones mientras negaba con la cabeza y nos regañaba con simpatía. Seguramente sabía que aquella era nuestra cena. La completábamos con café para llevar y un cartón de leche. A Robert le encantaba la leche con cacao, pero era más cara y teníamos que ponernos de acuerdo antes de gastar esos centavos de más.”



Este es un pequeño fragmento en el que se recoge su pobreza en aquella época, las dificultades de todo tipo que soportaban y, pese a todo, su felicidad. Y eso para ellos consistía en unas galletas, por ejemplo, como estas de jengibre y miel (receta del gran Dan Lepard en Hecho a mano), dulces que aprovechaban, pues eran dejados por otros, aunque ellos sabían extraer todo lo maravilloso de ello con su creatividad y el amor que los impulsaba. La belleza también alimenta porque nos hace compartir lo que tenemos con otros. Como Patti. Como Robert.


“Teníamos nuestro trabajo y nos teníamos el uno al otro. Carecíamos de dinero para ir a conciertos o al cine o para comprar discos nuevos, pero poníamos los que teníamos hasta la saciedad. Escuchábamos mi Madame Butterfly cantada por Eleanor Steber. A Love Supreme, Between the Buttons, Joan Baez y Blonde on Blonde. Robert me dio a conocer sus preferidos —Vanilla Fudge, Tim Buckley, Tim Hardin— y su History of Motown fue el telón de fondo de nuestras noches de diversión compartida.
Un día de otoño inusitadamente cálido nos vestimos con nuestra ropa preferida, yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero. Cogimos el metro hasta la calle Cuatro Oeste y pasamos la tarde en Washington Square. Compartimos café de un termo mientras observábamos la marea de turistas, porretas y cantantes folk. Revolucionarios exaltados distribuían pasquines antibélicos. Jugadores de ajedrez atraían a un público propio. Todo el mundo coexistía en aquella constante cacofonía de diatribas, bongos y ladridos de perro.
Nos dirigíamos a la fuente, el epicentro de la actividad, cuando un matrimonio maduro se detuvo y nos observó sin ningún disimulo. A Robert le gustaba que se fijaran en él y me apretó cariñosamente la mano.
—Oh, sácales una foto —dijo la mujer a su desconcertado marido—. Creo que sonartistas.
—Venga ya —respondió él, encogiéndose de hombros—. Solo son unos niños.”

“El 4 de noviembre Robert cumplió veintiún años. Le regalé una recia pulsera de plata que encontré en una casa de empeños de la calle Cuarenta y dos. Encargué que le grabaran las palabras «Robert Patti estrella azul». La estrella azul de nuestro destino.”