“Nadie ve como nosotros, Patti, repitió. Siempre que decía cosas como aquella, por un mágico instante, era como si fuéramos las dos únicas personas del mundo“.
Otra de las cosas que he
hecho este verano ha sido recordar, recordar
mucho. He tenido bastante tiempo libre y lo he disfrutando “dando un
paseo por el corazón”. El libro del que hablo hoy forma ya parte de mis
recuerdos (y lo llevaré siempre conmigo); tiene mucho que ver con lo que hago,
con mi vida y no es sólo un libro:
también es fotografía, arte, poesía, música y el despegue de dos vidas, además
de una relación tan tierna como f érrea.
Patti Smith y Robert
Mapplerthope son una conocida cantante y un célebre fotógrafo, se conocen
“siendo unos niños” en Brentano’s en el Nueva York de los años 60, cuando coincidieron
trabajando. Comienzan una relación fuerte e intensa; no tenían apenas dinero y
sobrevivían con una bolsa de galletas pasadas y un café. Soñaban con ser
artistas y no tener que ver los museos echándolo a suertes (no tenían dinero
para dos entradas y sorteaban una), sino poder admirar las obras (que, además,
serían suyas) en compañía.
“No teníamos mucho dinero pero éramos felices. Robert trabajaba
a tiempo parcial y se encargaba del piso. Yo lavaba la ropa y preparaba la
comida, que era muy limitada. Había una panadería italiana que frecuentábamos,
cerca de Waverly. Comprábamos una hermosa barra de pan duro o cien gramos de
sus galletas pasadas, que vendían a mitad de precio. Robert era goloso, de modo
que a menudo ganaban las galletas. A veces, la panadera nos ponía más cantidad
y colmaba la bolsita de galletas amarillas y marrones mientras negaba con la
cabeza y nos regañaba con simpatía. Seguramente sabía que aquella era nuestra
cena. La completábamos con café para llevar y un cartón de leche. A Robert le
encantaba la leche con cacao, pero era más cara y teníamos que ponernos de acuerdo
antes de gastar esos centavos de más.”
Este es un pequeño
fragmento en el que se recoge su pobreza en aquella época, las dificultades de
todo tipo que soportaban y, pese a todo, su felicidad. Y eso para ellos
consistía en unas galletas, por ejemplo, como estas de jengibre y miel (receta
del gran Dan Lepard en Hecho a mano),
dulces que aprovechaban, pues eran dejados por otros, aunque ellos sabían
extraer todo lo maravilloso de ello con su creatividad y el amor que los
impulsaba. La belleza también alimenta porque nos hace compartir lo que tenemos
con otros. Como Patti. Como Robert.
“Teníamos nuestro trabajo y nos teníamos el uno al otro.
Carecíamos de dinero para ir a conciertos o al cine o para comprar discos
nuevos, pero poníamos los que teníamos hasta la saciedad. Escuchábamos mi
Madame Butterfly cantada por Eleanor Steber. A Love Supreme, Between the
Buttons, Joan Baez y Blonde on Blonde. Robert me dio a conocer sus preferidos
—Vanilla Fudge, Tim Buckley, Tim Hardin— y su History of Motown fue el telón de
fondo de nuestras noches de diversión compartida.
Un día de otoño inusitadamente cálido nos vestimos con nuestra ropa preferida, yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero. Cogimos el metro hasta la calle Cuatro Oeste y pasamos la tarde en Washington Square. Compartimos café de un termo mientras observábamos la marea de turistas, porretas y cantantes folk. Revolucionarios exaltados distribuían pasquines antibélicos. Jugadores de ajedrez atraían a un público propio. Todo el mundo coexistía en aquella constante cacofonía de diatribas, bongos y ladridos de perro.
Nos dirigíamos a la fuente, el epicentro de la actividad, cuando un matrimonio maduro se detuvo y nos observó sin ningún disimulo. A Robert le gustaba que se fijaran en él y me apretó cariñosamente la mano.
Un día de otoño inusitadamente cálido nos vestimos con nuestra ropa preferida, yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero. Cogimos el metro hasta la calle Cuatro Oeste y pasamos la tarde en Washington Square. Compartimos café de un termo mientras observábamos la marea de turistas, porretas y cantantes folk. Revolucionarios exaltados distribuían pasquines antibélicos. Jugadores de ajedrez atraían a un público propio. Todo el mundo coexistía en aquella constante cacofonía de diatribas, bongos y ladridos de perro.
Nos dirigíamos a la fuente, el epicentro de la actividad, cuando un matrimonio maduro se detuvo y nos observó sin ningún disimulo. A Robert le gustaba que se fijaran en él y me apretó cariñosamente la mano.
—Oh, sácales una foto —dijo la mujer a su desconcertado marido—.
Creo que sonartistas.
—Venga ya —respondió él, encogiéndose de hombros—. Solo son unos niños.”
—Venga ya —respondió él, encogiéndose de hombros—. Solo son unos niños.”
“El 4 de noviembre Robert cumplió veintiún
años. Le regalé una recia pulsera de plata que encontré en una casa de empeños
de la calle Cuarenta y dos. Encargué que le grabaran las palabras «Robert Patti
estrella azul». La estrella azul de nuestro destino.”
Gracias por las galletas y la lectura, creo que voy a hacerme con ambas dos. Besos malacitanos.
ResponderEliminarSiempre me gustó Robert, no tanto Patti....
ResponderEliminarUF! menuda pinta tienen estas galletas!!!! petonets
ResponderEliminarGraicas a todas. Aurora, hazte con amabas, pero el libro es una auténtica delicia. AllColorAreBeautiful, Robert era un fotógrafo genial. Judith, pruébalas. Besos
ResponderEliminarNo sabes tú, lo que yo disfruto con cada entrada, y similitud en gustos, un libro alucinante, lleno de sueños, de vida y de sensaciones, como tus galletas, como tú misma en palabras.
ResponderEliminarBesote!